Lo dijo IUS ya en su día; y yo nunca podría definirlo mejor: “Un hogar es el lugar donde uno se siente cómodo y tranquilo. Donde los pesares pasan o son más fáciles calmar y olvidar y los problemas de solucionar. El lugar al que te produce alegría regresar y satisfacción haber construido. Donde la calma y el sosiego se obtienen y comparten. Todo ello no es por sí solo felicidad, pero contribuye a la felicidad.”
A veces ese hogar se encuentra en otra persona; a veces se encuentra simplemente en uno mismo cuando (después de una temporada sintiéndose un “sin techo” -después de varios días, meses o años creyéndote perdido en un exilio sin retorno-) descubres que te encuentras y eres justo lo que querías ser y encontrar.
Hay un proyecto de felicidad -un proyecto de hogar- entre las ruinas de una casa pueblerina donde se siente el sostén de las raíces de todo un pasado generacional. Cuando más ruinosa es la habitación de aquella casa, más comulga ésta con mi idea de hogar. En las ruinas el proyecto se me antoja ambicioso y flexible... en las ruinas la naturaleza y la fuerza de los elementos juegan un papel primordial: el viento renueva cada mañana el ambiente, las hierbas recuerdan que la vida existe a pesar de negarse a ella (y negarla a los tuyos)... y la lluvia; la lluvia -en una casa abandonada- bendice los restos de lo que en un pasado constituyó un esplendoroso hogar con la esperanza de sentirse renacido, renovando -a cada gota- la fuerza única del bautismo.
LA CASA ABANDONADA
Entré al atardecer, con sol perdido
El patio lloraba una estatua vacía.
Profundos caballos de polvo viajaban
hacia los lugares más vagos del moho.
Un hoyo remoto pasaba a la nada.
El vacío entraba con sus muchedumbres
y con sus inmensas campanas ya mudas.
Oí un paso dado en otra centuria
y vi en una cisterna el muñón de mi alma.
Un viento blanquísimo dormía doblado
en un seco lienzo de aves olvidadas.
Un reloj yacía en ácidos profundos
y el peso de un pájaro recorría el muro.
Una niña muerta soñaba en un cuento
dicho desde una alta ventana de niebla.
Hacia atrás viajaba un abecedario,
los días antiguos eran los primeros
por una pequeña compuerta de naipes...
(En un muro blanco, hallé esta leyenda:
"El 7 de marzo murió María Eugenia").
Arriba en la tarde flotaban obispos
con lámparas llenas de azufre y de trigo.
Arriba en la tarde.
Y no era yo mismo el que había vuelto.
Era un extranjero al que a veces lloro
y en el que ya he muerto
César Dávila Andrade - Ecuador